Pasaron 40 años ...


Evocación de Fernando Velasco Abad


por Iván Carvajal

En el recuerdo se mezclan lo real y lo imaginado, lo probable realizado y lo probable que hubiésemos querido que se realizara. Los afectos, los sentimientos, modifican los hechos, los corrigen, los dotan de significados nuevos. En cierto sentido, el futuro modifica al pasado, al menos a las imágenes que nos vienen del pasado. No puedo evocar al Conejo sino desde mi propia circunstancia vital, marcada por su muerte que nos llegó, a mí y a unos cuantos amigos, como un golpe violento del “destino”. Con su muerte perdimos a una de las mentes más lúcidas de nuestra generación, a un hombre de absoluta integridad ética, a un entrañable amigo.

Seguramente nos habremos cruzado algunas veces, de niños, cuando íbamos a nuestras escuelas, él a la Ulpiano de la Torre y yo a la Municipal Espejo, vecinas una de la otra, o cuando íbamos a jugar en los potreros de la hacienda Miraflores. Al menos, imagino que pudo haber sucedido de esa manera. Sí conservo, en cambio, en mi memoria la imagen de la tarde en que nos encontramos y reconocimos por primera vez, de algún modo como adversarios, en el aula Benjamín Carrión de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Fue en el año 1964. Hugo Larrea Benalcázar, que a la sazón era profesor de Literatura del Pensionado Universitario, había organizado unos debates estudiantiles, y por ahí apareció el Conejo, ese niño prodigio y precoz al que todos mirábamos con una mezcla de admiración y extrañeza, como representante del colegio Benalcázar, mientras yo participaba como parte del equipo del Alemán, junto a Ximena Moreno. Se trataba de un diálogo abierto, en el que participábamos con nuestras opiniones libremente desde la platea, y la discrepancia que tuvimos, no sé ahora en torno a qué asunto, se imprimió de modo indeleble en mi memoria; allí tuvo lugar mi primer debate, y ante todo, el inicio de mi amistad y cariño por el Conejo. Poco después hubo otro episodio en que nuevamente nos vimos como adversarios, y en esa nueva ocasión, Hugo Larrea Benalcázar fungió de juez: Fernando y yo contendimos en el concurso del Libro Leído que organizaba el Municipio de Quito entre los estudiantes de secundaria. Había dos modalidades del concurso, una “oral” y otra “escrita”; no sé por qué el Conejo habrá participado en esta segunda versión. Para mí, esta modalidad era la única posible: mi timidez era demasiado fuerte como para ponerme a hablar ante un auditorio lleno, nada menos que en el Salón de la Ciudad. Recuerdo que Fernando y yo recibimos juntos los premios en esa ocasión.

Por esa época, al final de nuestros estudios de bachillerato, nos volvimos a encontrar en un escenario escolar, por fin ya no de amistosa competencia, sino de compañerismo sin más, cuando fuimos alumnos de Mario Müller Lewit en una academia de inglés. Esas horas a la tarde eran muy gratas, pues Mario, que todavía no era conocido como pintor ni sicólogo ni escritor, era un joven maestro que nos proponía entretenidos debates sobre literatura, arte o historia. Luego, Fernando inició sus estudios de economía en la Universidad Católica (PUCE) y yo los míos, también de economía, por absurdo que a mí mismo me parezca semejante decisión hoy día, en la Universidad Central. Eso fue hacia octubre de 1965. Y durante tres o cuatro años no nos encontramos. Fueron años especialmente ricos en nuestras formaciones: los dos, desde nuestros lugares, participamos en las luchas estudiantiles contra la dictadura militar que gobernaba al país en ese tiempo, y luego en los impulsos reformistas universitarios. Fernando se vinculó con el movimiento estudiantil de la PUCE; si no me equivoco, tuvo alguna proximidad con la democracia cristiana, que era la expresión progresista dentro de esa universidad. Y comenzó sus investigaciones sobre la economía y la historia social del Ecuador, a la vez que sus actividades de colaboración con organizaciones campesinas y de trabajadores. Yo dejé esos estudios de economía, que nada tenían que ver con mi talante, y más tarde comencé los de filosofía, pero sobre todo me vinculé con el Frente Cultural, que reunía a escritores y artistas de izquierda, entre ellos a los poetas tzántzicos y a los pintores del grupo VAN.

Fernando ya había terminado de manera brillante su carrera, y yo andaba apenas por la mitad de la mía. Él, además, había encontrado a Rosa María Torres, con quien se había casado. Nunca me sentí a gusto en la Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias de la Educación de la Universidad Central. No tuve profesores que tuviesen un real interés o conocimiento filosófico, y tampoco me tocó en suerte ser alumno de Ermel Velasco Mogollón, padre de Fernando y destacado pedagogo, que era catedrático de la Facultad. Esa carencia de incentivos en Filosofía me llevó a un recorrido irregular como estudiante universitario, pues aunque debía aprobar mis cursos en Filosofía, pasaba la mayor parte del tiempo en la Escuela de Sociología, dentro de la Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Sociales, donde asistía, como estudiante no matriculado, a los cursos de algunos profesores, entre ellos Alfredo Castillo, Alejandro Moreano, Gonzalo Muñoz o Gonzalo Abad. Lo menciono porque Sociología, a la que llegaría muy pronto Fernando, era un lugar muy especial dentro de la Universidad Central: se había instaurado, en oposición a la contrarreforma universitaria que estableció la ley de educación superior dictada por Velasco Ibarra en su última dictadura (1971), un ambiente muy peculiar de libertad intelectual y de cogestión entre profesores y estudiantes. Creo que Sociología fue entonces un centro de actividad intelectual, de lecturas y debates, ciertamente dominado por el marxismo, pero con alguna apertura para la reflexión teórica. También, hay que señalarlo, fue un período de luchas internas muy duras entre las distintas fracciones de izquierda, algunas de ellas en extremo dogmáticas o decididamente opuestas a los debates teóricos, en especial la corriente maoísta.

Y ahí volvió a aparecer, por suerte para mí, el Conejo. Sería hacia 1971 o 1972. Apareció con un hálito de frescura para muchos: llegó como profesor de Economía Política, muy joven, con su cara de niño eterno, sus rulos, sus anteojos sofisticados de intelectual europeo, y ese largo abrigo gris que le venía al pelo para justificar aquel apodo, Conejo. Risueño, con la sonrisa a flor de labios, con la suavidad de sus modales, que contrastaban con los de algunos estudiantes y algún profesor que hacían alarde de su bravuconería. Jamás tuvo un gesto de arrogancia, siempre hizo gala de su capacidad dialéctica, de su destreza para colocar argumentos para defender posiciones o rebatir a los adversarios.

El Conejo llegó y trajo consigo sus inquietudes intelectuales a la Escuela de Sociología. Era un organizador nato, con una singular disposición para impulsar grupos y actividades. No sé en qué momento comenzó su relación intelectual con Alejandro Moreano; en mi memoria ha quedado grabada una imagen “cinematográfica” de esa relación: Alejo y su esposa América se fueron a vivir en un departamento en los bajos de la casa de los padres de Fernando, en el barrio Miraflores, cerca de la Universidad Central. Íbamos a visitar a Alejandro, que ahí, sobre una mesa abarrotada de libros, de manuscritos y botellas de coca cola, escribía en grandes pliegos de “papel ministro” sus ensayos, sus artículos políticos, algún capítulo de novela, y, para nuestra sorpresa, con mucha dedicación y sistematicidad, las notas preparatorias de una historia económica del Ecuador que había empezado a preparar junto a Fernando Velasco. Este solía aparecer por la casa de vez en cuando, yo lo recuerdo en esa imagen descendiendo por las gradas desde el departamento de sus padres hacia el jardín, como si vigilara al laborioso escritor de la planta baja. Si no me equivoco, los ensayos de Fernando y Alejandro que se publicaron en un libro sin duda innovador de esos años, Ecuador: pasado y presente, en el que se publicaron además trabajos de José Moncada, René Báez y Leonardo Mejía, surgieron de esa cooperación iniciada por los dos jóvenes profesores de Sociología. Siempre he echado de menos que el trabajo conjunto de Velasco y Moreano se haya detenido tan pronto, pues seguramente habría culminado en una historia del Ecuador realmente renovadora. ¡Ah, si la colaboración entre los dos se hubiese extendido por un tiempo más largo, sin que fuese afectada por las supuestas urgencias del activismo y por el autoexilio de Alejandro, víctima del odio sectario que se impuso en la Universidad, que ocasionó que partiese hacia México!

Durante aquella etapa de “autogestión” de la Escuela de Sociología, en los que se formaron algunos dirigentes políticos y algunos intelectuales de mi generación, con un grupo de amigos decidimos publicar una revista, La oveja negra, que tenía el propósito de introducir una reflexión crítica sobre la actividad intelectual universitaria, a partir de nuevas lecturas del pensamiento marxista e intentando a la vez acercarnos al pensamiento latinoamericano vinculado a la teoría de la dependencia y a su crítica. Estuvimos en esa aventura Francisco Muñoz, Luis Enrique López, Napoleón Saltos, Nicanor Jácome, Vicente Pólit, Miguel Merino, todos ellos en ese momento estudiantes de la Escuela, y yo, que me iba a refugiar en ella. En la sombra contábamos con un colaborador leal y silencioso, que si bien no asistía a nuestras reuniones de trabajo, siempre se mantuvo cerca, brindándonos su apoyo moral y económico, y que contribuyó con algunas líneas para alguno de sus cuatro números. Su cercanía y lealtad fue siempre benéfica para nosotros, más aún cuando por el carácter crítico de la revista fuimos víctimas de la violencia sectaria de los militantes del Partido Marxista-Leninista (estalinista y maoísta a la vez) que tenía el control de los aparatos de dirección de la Universidad, incluidos el Rectorado y la Federación de Estudiantes.

Conversábamos con el Conejo sobre historia, economía, política, y también sobre literatura: Dostoievsky, Kafka, Borges, Cortázar… Se podría decir que el Conejo era entonces un joven intelectual que acababa de aterrizar en el pensamiento marxista; sin embargo, lo hizo desde un sentido crítico muy profundo, ajeno a cualquier dogmatismo. Ya entonces algunos de nosotros éramos muy críticos con el “socialismo real”. Habíamos leído 1984 de George Orwell y comenzábamos a desconfiar de las utopías. El Conejo descubrió un día un libro de cuentos fascinante, El elefante, de Slawomir Mrozek, una sátira de la estulticia burocrática polaca. Gracias al Conejo leí en esos años las biografías de Trotsky y de Stalin de Isaac Deutscher, que él había conseguido. Cuando mucho después, varias décadas más tarde, algunos amigos míos de izquierda comenzaron a sorprenderse de la infamia estalinista y el asesinato de Trotsky gracias a El hombre que amaba a los perros, la estupenda novela de Leonardo Padura, yo recordaba al Conejo y los cuatro gruesos tomos de las documentadas biografías escritas por Deutscher.

Fueron años de lecturas, de comentarios, de discusiones en cafeterías, pero también nos complacíamos escuchando a los Beatles, a los Rolling Stones, rock y salsa. El departamento del Conejo y Rosa María, al que luego arribó Juan Fernando, en el condominio de la calle Wilson, se convirtió en lugar de encuentro, de disfrute, de alegre jolgorio, compartido incluso con algunos de nuestros “adversarios” dentro de la Escuela de Sociología, como Simón Corral.

Hacia mediados de 1973 comenzó para mí un período de exilio en provincias fuera de Quito por razones de trabajo. Además, el golpe de Estado contra Allende repercutió en nosotros de manera intensa y compleja. Yo me alejé por un tiempo del activismo político, asumí con mayor rigor lo que era esencial en mi personalidad: la poesía. Y me dediqué, en un ambiente que me era muy duro y extraño (Babahoyo y luego Guayaquil) a escribir y leer. Luego fui a Cuenca. Antes de marcharme, todavía pude juntarme con Fernando para que me ayudara a definir algún material bibliográfico que se ajustara a la exótica cátedra que me tocó tomar a mi cargo en la Universidad de Babahoyo. Y ya no nos encontramos por un largo tiempo, hasta mi regreso a Quito como profesor de la Escuela de Sociología en 1977. Quiero confesar ahora que durante el breve tiempo que transcurrió entre mi retorno y su muerte, apenas unos meses, lamenté a menudo que ya no nos fuese posible retomar las largas conversaciones que habíamos tenido algún tiempo atrás, apurados como andábamos en un activismo desgastante, él en el Movimiento Revolucionario de los Trabajadores (MRT), del cual había sido uno de los fundadores, y yo, ciertamente con menor intensidad y a pesar de mi agnosticismo religioso y cierto escepticismo político, del Movimiento Revolucionario Izquierda Cristiana, en el que me habían acogido Gerardo Venegas y Francisco Muñoz. Eran dos movimientos en muchos aspectos afines, muy cercanos, no ajenos sin embargo a suspicacias mutuas y ciertos recelos carentes de sentido. Pero al Conejo todos lo queríamos, lo admirábamos y lo respetábamos.

El 9 de septiembre de 1978 ha sido de los días más aciagos de mi vida; sin duda lo ha sido para muchos de mi generación. Como acabo de decir, añoraba las conversaciones con el Conejo; aunque nos encontrábamos en los pasillos de Sociología una o dos veces a la semana, no teníamos tiempo sino para un abrazo o un gesto de afecto. Unos días antes habíamos quedado en juntarnos en algún momento. La noticia llegó fulminante por el teléfono: me resistía a creerla, no podía aceptarla. La Muerte acababa de llevarse al Conejo, y con él se llevaba para siempre una parte fundamental de muchos de nosotros, de nuestros espíritus, de nuestros anhelos. Fue como si nos arrancaran algún órgano interno, algún pedazo fundamental de nuestra juventud. Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! / Golpes como el odio de Dios; como si ante ellos, / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma… ¡Yo no sé! Tal vez la estrofa de Los heraldos negros de Vallejo sea lo único capaz de trasmitir los sentimientos ante esos golpes brutales que recibimos y nos abaten o nos sacuden. Son los momentos de tragedia que cortan el curso de los acontecimientos, que los arrojan a otro plano, a otro ámbito.

El 9 de septiembre de 1978 odié de manera absoluta los supuestos de la moral del militante. Nunca más volvería a convencerme el “principio” que nos llevaba a renunciar a nuestras vidas, a nuestros deseos, a nuestras posibilidades intelectuales o artísticas en nombre del “deber”, del “compromiso”. Nunca he comprendido y no comprenderé jamás cómo fue posible que en nombre de la militancia revolucionaria condujesen a Fernando, a nuestro querido Conejo, y que él mismo se dejase conducir, con todas sus enormes posibilidades intelectuales e incluso políticas, hasta el agotamiento, hasta el absurdo que terminaría en su muerte. Ese día comprendí lo que de vida, de existencia, cercenaba el “deber” entendido de manera obsesiva.

Esa absurda muerte de Fernando fue el inicio de una década en que se perdieron otras vidas en nombre del sacrificio revolucionario. Ha habido, creo yo, cierta cobardía compartida para no pensar en los equívocos de una moral supuestamente revolucionaria que derivó en sacrificios absurdos. Esos equívocos fueron sin la menor duda usufructuados por la maquinaria del poder para cometer crímenes oprobiosos.

En esa época, más allá de algún entusiasmo circunstancial, yo creo que era evidente el ocaso definitivo del “socialismo realmente existente” en la URSS y Europa del Este, y con mayor razón, el declive de la “revolución mundial”. Creíamos, sí, en la necesidad de impulsar procesos políticos democráticos de izquierda. ¿Por qué nos involucrábamos con tanto ahínco, con un fervor que nos cegaba, en el activismo? El Ecuador no era precisamente un país donde fuera previsible el surgimiento de un movimiento social de carácter revolucionario. Los equívocos de aquella época fueron en extremo dolorosos, costaron tantas vidas valiosas. Se llevaron buena parte de la vida de cada uno de quienes nos vimos, de una forma y otra, involucrados en esa obsesión.

Cuando enterramos al Conejo, pesaba sobre nosotros, muchos, muchísimos, un aire lóbrego, siniestro, cargado de un silencio profundo, abrumador. Yo recuerdo que luego fuimos a mi casa, en San Juan, Lucho López, Francisco Muñoz, Santiago Kingman y yo. Estábamos abatidos por la tragedia. Nos tocaba de lleno. Queríamos entender lo inentendible, queríamos saber qué estaba acabando en nosotros, queríamos comprender qué se llevaba la Muerte al llevarse al Conejo. Tratamos de ahogar la pena con una botella de brandy, pero era la pena la que nos ahogaba; la muerte del amigo, con todo lo que ese amigo significaba no sólo para nosotros, sino para nuestra generación; la Muerte ahogó las palabras, el sentido de las palabras. Las frases que pronunciábamos eran puro sinsentido. Una insensatez que se fue extendiendo hasta volverse una noche sorda, lóbrega, que nos iba a marcar para siempre.

Hoy percibo, a la distancia, que esa tragedia nos trajo a algunos de nosotros un sentido de realidad que fue como un giro en nuestras existencias. Junto a otros episodios dolorosos que tuvieron lugar poco más tarde, junto a otras muertes absurdas, nos llevaron, por decirlo de alguna manera, a poner los pies sobre la tierra.

Siempre que recuerdo al Conejo me viene a la mente el cuento El elefante de Mrosek: un maestro de escuela anuncia a sus alumnos que irán de visita al zoológico a conocer a ese animal, el más grande entre los terrestres, y describe su forma, su trompa, su peso. El maestro espera, sin embargo, que el animal al fin llegue al zoo de la provincia; consta desde hace rato en los planes de algún ministerio. Sin embargo, no hay recursos económicos liberados para adquirir un elefante, por lo que a algún sesudo burócrata se le ocurre una alternativa: comprar un elefante de látex, inflable, y enviárselo al zoo. Cuando finalmente llega el paquete al zoológico, avisan al maestro, que prepara la excursión con sus muchachos. A la mañana siguiente, mientras estos llegan al zoológico, el animal de goma, que acababa de ser inflado con helio por los empleados del zoo, se levanta en el aire y se pierde en las nubes. ¿Ese era el animal más grande y pesado que pisaba la tierra? El narrador nos cuenta que ese día los muchachos abandonaron la escuela, decidieron que todo lo que les enseñaban o pretendían enseñarles era mentira, y se dedicaron al vodka. Tal vez, cuando lo leímos con el Conejo, a más de reírnos con el absurdo, habremos festejado ese maravilloso cuento con un buen vaso de vodka. Sí, seguro, no creo que lo sueñe, debió ser así. ¿Stolichnaya o Wyborowa?... Estoy convencido que, de alguna manera, el Conejo sabía que el mundo que soñábamos y las organizaciones que creábamos tenían algo de ese zoológico. ¿A qué cielo emprendió su viaje, cuando se levantó en el aire? No lo sé. No tiene sentido, ningún sentido, figurarse cuál habría sido el porvenir de Fernando si su vida no hubiese sido cortada por la tragedia ese 9 de septiembre. Las historias que ya no le fue dado escribir, los periódicos que ya no pudo impulsar, las acciones políticas que ya no…

Y sin embargo, más allá de su legado material, de todo lo que organizó y todo lo que escribió, hay un sentido ético que nos queda de él, que viene con su memoria: ese sentido de la justicia, de lucha por la justicia, que no tiene término. Lo evoco con una mezcla de alegría por lo que nos dio, y de tristeza, y no puedo contener una lágrima que va a caer en la copa de brandy, en esta noche, cuarenta años después…

Septiembre de 2018

El Conejo



por Mario Unda

20 años, pretende el tango, no es nada; 40 ya se hacen notar. Pero, ¿qué es lo que se hace notar en estos años? El Conejo fue quizás la mejor expresión de una época, aquella, hundiendo sus raíces en los luminosos años 60, se extendió entre las décadas de 1970 y 1980.

Para la izquierda y para el movimiento popular fueron épocas de grandes esfuerzos, de grandes logros y de tareas incumplidas. Eran los años de la lucha por la independencia de Argelia y de Vietnam; el mayo 68 parisino, la primavera de Praga y el 68 de Tlatelolco, Martin Luther King, Malcolm X y las Panteras Negras; el Cordobazo; el otoño caliente del autonomismo obrero italiano; las huelgas obreras polacas; las movilizaciones campesino-indígenas por la tierra y la dignidad en toda América Latina. Los años de poner en duda todos los poderes y la autoridad: en la educación, en la familia, en la política.

Fueron años de renacimiento y de exploración cultural -una cultura comprometida: en la literatura, Cortázar y las Historias de cronopios, García Márquez y Cien años de soledad, Roa Bastos y Yo, el Supremo…, incluso el primer Vargas Llosa; el teatro del oprimido de Augusto Boal, y el nuevo teatro de Enrique Buenaventura; la música protesta que acompañaba igual las veladas entre amigos que las huelgas.

Años de florecimiento teórico en América Latina: la Teología de la Liberación de Gutiérrez, Leonardo y Clodovis Boff; la Filosofía de la Liberación con Dussel; las teorías de la dependencia con Marini, dos Santos, Vania Bambirra, Frank…; la pedagogía del oprimido de Paulo Freire; los debates marxistas de Cueva y Zavaleta. Años de expectativas de cambios radicales a caballo de la revolución cubana y de la vía chilena al socialismo.

En el Ecuador, inicia el largo arco temporal de la modernización capitalista con la explotación petrolera. Algo de industrialización, crecimiento del Estado, fuertes inversiones públicas en grandes obras, acelerada urbanización. Los sujetos, las ideas y las costumbres irán variando. Se abría paso en la iglesia una corriente próxima a la teología de la liberación, con Monseñor Proaño. Bullían las inquietudes políticas en las capas jóvenes de las clases medias. Las movilizaciones estudiantiles confluían con las luchas campesinas y con los primeros pasos de organización y lucha de una joven clase obrera industrial.

Con la industrialización se transforma el movimiento sindical, volviéndose, por un lado, más proletario y más joven; por otro lado, integra las movilizaciones campesinas por la tierra. Y poco después comenzarán a llegar los moradores de los barrios populares.

Nuevos horizontes, nuevas tareas que estimularán la organización de una nueva izquierda radical.

Este fue el tiempo, estos fueron los espacios del Conejo Velasco. En ellos se construyó como la figura que fue. Se graduó muy joven de economista, y muy joven se convirtió en profesor universitario y en funcionario del Foderuma. Pero ambas actividades eran sólo una parte, y no las principales, de su accionar. El Conejo era el principal animador de las escuelas de formación sindical de la Cedoc y de la Fenoc. Un escrito en el que se presenta un proyecto de educación sindical está compuesto de dos partes: en la primera se analizan con detenimiento los cambios que la era petrolera estaba introduciendo en la sociedad ecuatoriana, en la economía, en el Estado, en la formación de las clases sociales; en la segunda se presenta una propuesta de formación sustentada en los trabajos de Paulo Freire: las clases trabajadoras tienen que ser ellas mismas también productoras y sistematizadoras de conocimiento. La meta era que los trabajadores adquirieran conciencia política y se convirtieran ellos mismos en sujetos políticos.

Por eso, su labor se encaminó a la construcción de un movimiento político revolucionario, el MRT. El MRT se planteaba como una organización que surgía desde y junto con la propia organización social, y su estrategia debía combinar el socialismo y la democracia. Se planteaba un régimen interno radicalmente democrático, capaz de superar la división entre trabajo intelectual y trabajo manual que caracteriza aún ahora a la izquierda tradicional. El objetivo era que ya no sean solo unos pocos los que piensan y deciden la línea política, mientras que las bases solo aplican y ejecutan lo decidido.

Para el Conejo, la labor intelectual, la investigación social, los estudios sobre la lucha campesina, sobre la historia, sobre la economía, el diseño de políticas públicas, todo eso adquiere sentido cuando se lo pone en contacto con las clases trabajadoras, verdaderos sujetos de los procesos de transformación social; y cuando de allí se encamina a la construcción de instrumentos políticos útiles para coordinar y dirigir la acción independiente de los subalternos.

Pero esta forma de ser intelectual ya casi no se encuentra: después del “retorno a la democracia” la intelectualidad comenzó a distanciarse del movimiento popular, camino que profundizó tras la derrota de las huelgas de los años 80. El neoliberalismo hizo más honda la brecha, que en el correísmo devino en abismal. Pero, despegados del movimiento de masas y de la lucha social, los intelectuales buscan ser acogidos por las formas institucionales del poder, se extravían en su propia “feria de vanidades” y debilitan incluso su capacidad de comprender la realidad.

Frente a ese devenir, sigue siendo superior el camino escogido por Fernando Velasco: el trabajo intelectual socialmente productivo no puede optar por el engorde de la propia vanidad, por la búsqueda de reconocimientos fatuos de las instituciones que reproducen el sistema de dominación ni, menos, por la complacencia frente al poder; su destino ha de ser enlazar con las luchas de emancipación.

9 de septiembre de 2018


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40 años después, el Conejo vive


Por Mesías Tatamuez Moreno*

A Fernando Velasco Abad le conocí en la década de los 70 dentro de un proceso de capacitación, tanto en el campo como en la ciudad, en la Fenoc, hoy Fenocin, y en la Cedoc, hoy Cedocut. Se hacía un trabajo de capacitación para formar nuevos dirigentes y lideresas. Era una necesidad porque estas organizaciones eran controladas por la Unión Demócrata Cristina Internacional que aquí se manejó como Democracia Popular (DP).

Estas organizaciones conservadoras tenían a la Cedoc, por ejemplo, como Central Ecuatoriana de Organizaciones Cristianas. Como fruto de ese proceso, la Cedoc pasó a llamarse Central Ecuatoriana de Organizaciones Clasistas, ya no cristianas. Y lo mismo de Federación Nacional de Organizaciones Campesinas (FENOC) a Confederación Nacional de Organizaciones Campesinas, Indígenas y Negras (FENOCIN), como es ahora.

Toda esta evolución se dio sobre la base de una capacitación de un grupo de intelectuales a trabajadores, campesinos, indígenas, negros. La participación del Conejo fue decisiva y aportó muchísimo, por ejemplo, en el Congreso de la Fenoc, que se realizó en el Coliseo Julio C. Hidalgo en Quito, organización de la que llegué a ser Secretario General, con honradez y humildad.

Estos cambios se lograron en procesos y fue posible porque hubo apoyos y aportes, como los casos de la Central Ecuatoriana de Servicios Agrícolas (CESA), que era parte de la FENOC, y del Fondo de Desarrollo Rural Marginal (FODERUMA), creado por el Banco Central, al que con afecto le decíamos FodeRuna. En la capacitación tuvimos el apoyo de la pastoral cristiana de varias iglesias, encabezada por el padre Leonidas Proaño y otros sacerdotes como Hernán Rodas en la provincia de El Oro, y otros en varias partes como Cañar, Chimborazo, etc.

También trabajamos con el Conejo con varias ONG nacionales e internacionales progresistas. Fue una vigorosa minga de fortalecimiento y de pensamientos ideológicos y una de las bases fundamentales para el cambio que se vivió.

Con el Conejo avanzamos en la capacitación y se creó el Movimiento Revolucionario de los Trabajadores (MRT). Fue un espacio para generar un proceso de unidad de la izquierda, pero eso no fue entendido por mucha gente de izquierda y también de intelectuales “librepensadores” de ese tiempo. Y se fueron torciendo y criticando, diciendo que el Conejo era socialdemócrata, cuando el Conejo demostró, para quienes le conocimos, ser un hombre de izquierda que estaba por encima de muchos porque él sí practicaba lo que decía. Trabajaba en la Universidad Católica y en la Universidad Central, y después en la CEDOCUT, FENOCIN y FODERUMA del Banco Central.

Los aportes del Conejo no fueron solo un esfuerzo personal, sino de un equipo de intelectuales, estudiantes, profesionales y trabajadores de distintas ramas. Los que se torcieron, o nacieron ya torcidos, fueron saliendo. Los que criticaban se quedaron, hasta ahora, siempre al servicio de los gobiernos de turno. Los he visto y los conozco muy bien: unos evolucionaron y otros se quedaron.

Cuando digo que unos se torcieron y él avanzó quiero decir que el Conejo mantuvo su compromiso con la gente hasta el día de su muerte. Él y otros compañeros, el 9 de septiembre de 1978, íbamos a reunirnos en Babahoyo. Y así es la vida, no nos dejó llegar. En el camino a Santo Domingo nos accidentamos en el vehículo. Fuimos al hospital público de esa ciudad. El Conejo llegó con vida, pero por irresponsabilidad y falta de atención inmediata falleció. Todos los que viajábamos quedamos seriamente heridos y maltratados.

Recibimos la solidaridad de muchos sectores después de su muerte. Nunca esperé, por ejemplo, el apoyo que recibimos del gerente del Banco Central, Rodrigo Espinosa Bermeo, y demás trabajadores de dicha institución. Lo otro fue la solidaridad internacional. Pero los que más sintieron la pérdida del Conejo fueron los trabajadores, los campesinos, los obreros. Él era muy hábil para hacer eventos y le gustaba participar en ellos. Él se hacía querer en todo lado.

El Conejo tuvo una conciencia muy comprometida con los indígenas. Con él, Margarita, Paco Ron y otros creamos, entre otras, la Unorcarc en Cotacachi; con el pensamiento de él creamos la Comisión de Derechos Humanos (CEDHU), de Elsie Monge, que es de los trabajadores; la Fetravall de los negros del Valle del Chota, que encabezaba don Sixto Chalá, y la juventud de ese sector. Don Sixto estuvo en el accidente fatal.

Y esa fue la pérdida más grande para mí y creo para el pueblo ecuatoriano, porque él era un intelectual destacado. Él publicó, por ejemplo, un libro sobre reforma agraria, que era su tesis de grado: “Reforma agraria y movimiento campesino indígena de la Sierra”. Esta obra no gustó a muchos. Recuerdo que criticaban pero no aportaban; uno de ellos llegó a ser Presidente de la República por accidente. Eran los más críticos en ese tiempo.

Pero hubo también intelectuales que apoyaron mucho el trabajo realizado, como el economista Fausto Jordán de CESA, Paco Ron, Diego Cornejo, Elsie Monge, Dennis García, Manuel Chiriboga (+), Carlos Orbe, Pepe Laso, Lourdes Peralbo, Hernán Ibarra, Marco Romero, Dalia Martínez, Ernesto López (+), Cecilia Viteri, Manuelita Ponce, Hernán Rodas, compañeros y compañeras, además de muchos estudiantes de ambas universidades. Fue un trabajo hecho en el campo. El Conejo fue al Carchi, estuvo en mi casa. Estuvimos en Loja, en Columbe-Chimborazo, en Cañar.

Para nosotros, el Conejo vive. No estamos ahora por los 40 años de su muerte recordando su figura. Nosotros, como CEDOCUT, tenemos la “Escuela de Capacitación Fernando Velasco”, donde invitamos a ciudadanos e intelectuales a brindar sus aportes y conferencias. Tenemos el Periódico El Conejo y hemos hecho folletos y publicaciones con su nombre. Para nosotros no está presente en una estatua o en una foto; está presente su pensamiento siempre vigente en el proceso político del país.

Para mí, cuando veo a su hijo Juan Fernando Velasco, músico, peleando por los artistas por el derecho a la libertad de expresión y comunicación, digo qué bueno, cómo se va recordando y aprendiendo de donde se tiene raíces. Eso es valioso. El Conejo dejó recuerdos en muchas personas y hay también una película en su homenaje que testimonia los procesos de cambio de la Cedocut y la Fenocin.

Nosotros manejamos tesis, principios y valores que debemos tener los seres humanos de la izquierda. No nos hemos torcido. Y creo en la izquierda, sigo pensando en los cambios, en la vida, porque ese es el mejor tributo que podemos ofrecer a Fernando. El trabajó por los cambios en la Cedocut, en el campesinado, en la Sierra y el Oriente, en indígenas y negros – donde seguimos trabajando – son legados que nos dejó y que los seguimos manteniendo. Hay gente que se olvida de esto; nosotros no nos olvidamos.

Y como aprendimos a ser parte de este trabajo, de la capacitación y de la lucha por los cambios, a ser honrados, con ética y valores, creo que es lo mejor para rendirle homenaje al Conejo.

El Conejo fue una persona carismática, alegre, un hombre de escritura, de una letra inconfundible, le encantaba escribir muchísimo a mano. Conocí a su familia, a sus padres, a su hermana Margarita, a su esposa Rosa María Torres, y a su hijo Juan Fernando Velasco. Yo siempre llegué a su casa.

El Conejo ahora tendría 69 años y seguramente estaría en el centro del proceso político que vivimos, con propuestas alternativas a la crisis económica y en el combate a la corrupción. Hubiese sido un aporte muy útil para las fuerzas progresistas y de izquierda.

Gracias por tu pensamiento, Fernando. Gracias a tu familia que te trajo al mundo, porque a estos seres que son buenos hay que mantenerlos y recordarlos.

9 septiembre 2018
Quito, Ecuador

* Presidente Nacional de la Confederación Ecuatoriana de Organizaciones Clasistas Unitaria de Trabajadores (CEDOCUT)

Cuarenta años sin el Conejo Velasco



Por Decio Machado

Hace pocos días recibí la invitación de Rosa María Torres para elaborar este texto. Por un lado un honor, pero por otro un reto complejo para una persona que pese a su compromiso social no ha nacido en Ecuador, que apenas llegó a este país al arranque de su última etapa política, que no conoció al personaje homenajeado y que tiene muchos reparos respecto a la evolución político-intelectual realizada por la mayoría de los pensadores y líderes políticos de la izquierda nacional que provienen de los años setenta…

Bueno, pese a ello y siguiendo aquella máxima de André Guide que decía que “el hombre no puede descubrir nuevos océanos a menos que tenga el coraje de perder de vista la costa”, decidí embarcarme con humildad en estas líneas, buscando hacer mi aporte a la memoria de un intelectual militante desaparecido cuarenta años atrás y con el que -sin dudas- hubiera sido un goce haber podido compartir debates y experiencias.

Apurado por los tiempos, decidí releer las tres obras que son el legado intelectual del Conejo Velasco y que personalmente había descubierto con retraso, apenas durante esta última década: “Reforma Agraria y Movimiento Campesino Indígena”, “Ecuador: subdesarrollo y dependencia”, y “El Imperialismo y las empresas transnacionales”.

Tras dicha relectura una primera reflexión. Sorprende el despiste ideológico actual de la izquierda ecuatoriana y sus tantos equívocos durante la historia reciente, pese a disponer de reflexiones tan ricas y premonitorias como las que fueron legadas por Fernando Velasco en la segunda mitad de la década de 1970.

En sus textos ya estaban reflexiones fundamentales respecto a la debilidad de las burguesías nacionales y de como éstas interactúan entre ellas y con el resto de su entorno, las lógicas de penetración del capitalismo moderno en la agricultura y la relación entre masa de capital invertida en medios de producción y la invertida en fuerza de trabajo, las primeras fases del proceso de modernización puesto en marcha en el sector rural con la correspondiente estructuración social del campesinado de la época, así como el rol de las clases dominantes en la construcción de un país subdesarrollado dependiente del capital global.

En segundo lugar, destaca como el autor visualiza la fuerte capacidad de resistencia social y resiliencia sociológica del mundo indígena respecto al desarrollo capitalista en el sector del agro, siendo muy crítico respecto a la subordinación que las izquierdas más clásicas y convencionales le habían dado a las luchas del campesinado en el ámbito de la conquista de la emancipación social por parte del conjunto de los abajo. Entre líneas aparecen algunos de los elementos que posteriormente harán posible el levantamiento de 1990 y la conformación de un movimiento indígena que durante años se mantuvo poderoso y con gran influencia entre los sectores populares del Ecuador.

Un tercer punto que llama la atención es que pese a la fuerte influencia del estructuralismo cepalino sobre el autor, Velasco iba más allá de las causales subdesarrollistas enfocadas estrictamente en el deterioro de los términos de intercambio, abriendo vías alternativas para el debate en el ámbito de los factores de producción y mercados. En los textos del Conejo Velasco ya había embrionarios apuntes de lo que luego sería el neoestructuralismo, es decir, se abrían espacios de diálogo con otras tradiciones de pensamiento que reconocen las limitaciones del paradigma dominante pero también con las que se oponen al monismo metodológico.

Los tres puntos anteriores hacen de Fernando Velasco un pensador de vanguardia dentro de las vanguardias de la época. Sus aportes desde la teoría marxista al mundo del agro son fundamentales ya no solo para comprender su época sino episodios posteriores de la historia ecuatoriana.

Pero desde mi punto de vista, la virtud fundamental del Conejo Velasco es que más allá de su elaboración teórica -cercenada tempranamente por su desaparición antes de cumplir los treinta años- está su compromiso activo con las luchas sociales de la época. Esto es un componente fundamental de su figura, pues al mismo tiempo que le permitía discutir frente a sus mejores contradictores tenía la virtud de poder consensuar acciones con sus compañeros de barricada.

Velasco era parte de ese pensamiento crítico latinoamericano que durante aquella época gozó de gran riqueza intelectual y teórica. En paralelo y como todos los buenos pensadores, Velasco fue difícilmente encastillable manteniendo posiciones ideológicas coherentes pero en movimiento. Condición a la que llega todo ser consciente que el reposo absoluto no deja de ser una aproximación a la muerte.

Es desde ahí que el Conejo Velasco desarrolló teoría y práctica, militando en aquella izquierda revolucionaria post mayo de 1968 que permitió superar los desgastados clichés de partidos y organizaciones marxistas de corte clásico. Así aparece el Movimiento Revolucionario de los Trabajadores (MRT) rompiendo con el estalinismo reformista de la guerra fría, de igual manera que establece su compromiso con la organización clasista y revolucionaria de los trabajadores en el ámbito sindical. Fernando Velasco, en términos gramscianos, representaba lo nuevo que en aquel entonces intentaba nacer frente a lo viejo que no terminaba de morir.

Esto le situó, junto a otros pensadores como Agustín Cueva o Bolívar Echeverría, históricamente muy lejos de lo que posteriormente se convirtió en el establishment académico de propagandistas de regímenes progresistas, aquellos apólogos del pensamiento perezoso a los que el zapatista subcomandante Galeano definiría no hace mucho tiempo como expresión de la “histeria ilustrada de la izquierda institucional”

Con convicción Velasco peleó por las causas de la época, las cuales aún continúan formando parte de las causas de ahora: transformar las condiciones de desigualdad e injusticia social en Ecuador para construir una sociedad libre, justa y digna para todos. Todo ello en un país donde los apellidos de los grandes latifundistas, banqueros y élites comerciales no han cambiando tanto desde entonces hasta ahora.

Quito, 9 de septiembre de 2018

Rafico, ¿te calzaron los datos?


por Rafael Granja

Cuando con el Conejo recorríamos prácticamente toda la Sierra ecuatoriana en busca de comunidades campesinas que necesitaban créditos, capacitación o apoyo técnico para sus proyectos por parte de dos instituciones creadas con este propósito, el Fondo Ecuatoriano Populorum Progressio y la Central Ecuatoriana de Servicios Agrícolas (CESA). La Central Ecuatoriana de Organizaciones Clasistas (CEDOC) era la fuerza política que estaba detrás de todo esto.

El Conejo y un buen grupo de personas se habían trazado la necesidad de darle un vuelco a esta organización que era más bien muy afin al ala conservadora de la Iglesia Católica y por ende al status quo de la sociedad de entonces.

Al Conejo la encantaba conducir los vehículos e ir en compañía de los dirigentes obreros o campesinos de ese entonces como Emilio Velasco, Mesías Tatamuez, Froilán Azanza, de los que recuerdo.

De la manera más divertida se conversaba de política, de la teoría de la dependencia, de la importancia de tener una guía para la recolección de los datos en la investigación y qué mejor que los cuadernos de educación popular de Marta Harnecker. Lo más importante: las relaciones técnicas y sociales de producción, la estructura y la superestructura, y eso.

Pero también le encantaba entonar los comerciales de la época mientras tamborileaba sobre el volante con sus dedos índices. Tenía dos favoritos: “Manteca Porky, sabor a chancho, manteca de chancho…” y “Este es su banco banco, es el Banco del Pacífico, más moderno y eficaz” que lo parodiaba así: "CESA es un banco banco, es el banco campesino, más moderno y eficaz”.

Luego de las visitas había que hacer los informes y el Conejo siempre nos preguntaba: “¿Qué fue? ¿Ya les calzaron los datos?".

Otra canción que le encantaba era una que decía: “Ese niño que se llama Absalón no fuma ni bebe ni juega al balón, Absalón Absalón, ese niño será marinero”, refiriéndose a Absalón Rocha, militante de la Democracia Cristiana.

Con el tiempo el proyecto más significativo fue la Asociación de Arroceros del Litoral (ACAL), que creció muy significativamente. Cuando estuvo en su mejor momento un dirigente llamado Adolfo Tutiven se alzó con todo el dinero y se fue con la secretaria. Y el Conejo me dice: “Rafico, ¿te calzaron los datos?".

Quito, 6 septiembre 2018

Una reflexión sobre Fernando Velasco


Álvaro Sáenz Andrade

Hace 40 años perdimos a un símbolo de la juventud. Era una época de tal presencia juvenil que no nos dimos cuenta que se apagaba un joven, sólo sentimos la ausencia de un líder social y popular y un gran intelectual.

29 años tenía el Conejo cuando se fue y era tal su presencia que conmovió a todo el sindicalismo y al campesinado ecuatoriano, a la academia, al mundo político, al gobierno de entonces, a la izquierda desunida, al estudiantado universitario y a toda la élite de la clase media quiteña. Obviamente su desaparición conmovió también a las ramificaciones internacionales de los mencionados grupos.

Quiero decir que, al escribir estas líneas, no compito ni pretendo competir por ser la persona más allegada a Fernando Velasco, pues muchos otros sí lo fueron en los ámbitos político, organizacional, intelectual y personal. Estuve en el entorno, en una época en que vivíamos agrupados, en manadas de jóvenes estudiantes y maestros, obreros y dirigentes, de amantes de los Beatles, de músicos latinoamericanos, de carnavaleros, en jorgas de todo. Pero sí lo conocí, lo traté, conversé, comí y reí con él.

Recalco la juventud de Fernando porque a esa edad, ahora, muchos jóvenes están siendo protagónicos en diversos campos, unos en los estudios, otros en la academia, en la política, en los emprendimientos, en el mundo del trabajo, en los deportes, en la innovación, y son reconocidos como jóvenes talentos. Jóvenes de todos los sectores y de todas las nacionalidades, de toda condición, jóvenes con discapacidad. El Conejo reunía todas esas cualidades en una sinergia mayor que la que nos enseña la física.

Ha habido varios intentos de recoger (¿rescatar?) la imagen de Fernando Velasco pero todos se han quedado en esfuerzos a medias, varias veces truncados por celos y recelos entre los rescatantes. Recuerdo una reunión en la que más que discutir los valores de la persona se acordaban los límites de apropiación de su “herencia histórica”. Quizá el esfuerzo de reconocimiento más logrado ha sido la escultura que se implantó en los jardines de la FLACSO Quito, cuando era director de esta Casa Adrián Bonilla Soria, hace pocos años.

Quiero desarrollar un poco lo que se quedó trunco con el fatal accidente. Los mismos 29 años fueron su límite. A mi modo de ver le faltó tiempo, no para llegar a ser, pues lo fue, sino para alcanzar toda su potencialidad. En lo académico su discusión sobre el agro y el campesinado ecuatoriano fue un aporte significativo pero me lo imagino en un desarrollo teórico-práctico a la altura de la Teoría Crítica que nos circundaba en ese momento. Lo veo disfrutando a Foucault, Derrida, Onfray y Honneth y discutiendo y produciendo con Enrique Dussel, Boaventura de Sousa y Álvaro García Linera. Le faltó tiempo.

En el ámbito político organizacional Fernando habría sido parte de la unificación de las izquierdas con una riqueza ideológica contrapuesta a todo dogmatismo. Habría aportado generosamente a los ensayos progresistas que se han intentado en el país, ayudándolos a orientarse en favor de todos, recogiendo la experiencia ya lograda y la que habría acumulado siempre desde una posición de liderazgo. Habría acertado y se habría equivocado haciendo, jamás desde el mero pensamiento. Nos faltó él.

En lo personal no puedo adivinar qué habría sido, simplemente nos dejó y se quebró el pedazo de vida que él aportaba. Incluso aunque se cuenten muchos recuerdos y anécdotas, ya son memorias lejanas y su presencia se fue llenando con las vivencias de los vivos. Es más, ya no duele recordarlo, son muchos años (miento un poco en esto).

Quito, 1 de sep. 2018